miércoles, 1 de agosto de 2018

Viajar es irse de uno mismo

Los encuentros que tuvimos con amigos argentinos o españoles aquí en Japón, fueron ocasión de lindas charlas, riquísimas cenas y paseos divertidos. Pero también fueron la oportunidad para compartir el asombro por ciertos rasgos culturales de la gente que vive aquí. Compartir la extrañeza de la extranjeridad es una de esas cosas que une a la gente. Pero no por esa tontería de extrañar el terruño sino precisamente por compartir la aventura de estar lejos, y querer sorprenderse.

Los trenes japoneses, en horas punta, van atestadisimos. Pero igual se llega rápido a todos lados, porque los japoneses son puntuales y ordenadisimos para ponerse en fila y ocupar la mitad de la escalera mecánica. A nadie (pero a nadie) se le ocurre colarse en la fila o apretujar al que tiene adelante.

En las ciudades latinoamericanas es muy frecuente que la calle sea un lugar de expresión popular y las paredes sean la voz del pueblo. Aquí en Japón, en cambio, nadie (pero nadie) escribe sus pasiones en una pared furitivamente. ¿Naoko, por qué me dejaste? ¿Kamatamare-Sanuki, campeón? No. Nada.

La gente entra a un negocio, o al trabajo, y deja su bicicleta en la calle sin ponerle cadena ni candado. Colgaditos del caño de la bici, se ven incluso los paraguas. Y a nadie (nadie de nadie) se le ocurre llevarse ni la bici ni el paraguas, sin permiso. En un gigantesco parque de diversiones de Osaka, a Clara se le cayó el celular de una especie de montaña rusa, y cuando ya lo daba por perdido los empleados del parque lo encontraron y se lo devolvieron. A nadie (nadiecito) que se encuentre algo tirado, se le ocurre llevárselo.

Las teorías respecto de este exceso de civilización y una casi absoluta ausencia (aparentemente) de barbarie, son diversas.

Está el asombro imbécil ante la "raza superior" que habita en el llamado primer mundo, cuyo don de gentes e innata generosidad y solidaridad social, explican el progreso de la nación. No hace falta mucho argumento para refutar esta idea, creo que ni vale la pena perder el tiempo haciéndolo. A nosotros se nos ha dado por preguntarnos qué cosas se esconden detrás de esa aparente actitud perfeccionista, y esa necesidad de obediencia a ultranza de todas y cada una de las reglas de funcionamiento de la vida cotidiana. ¿Dónde ponen sus pasiones? ¿Dónde sus hartazgos, sus rebeliones, sus resistencias?

Algunos japoneses con los que pudimos conversar un poco más en confianza, señalan que la distancia entre el espacio público y el privado es significativa. Que las relaciones y las amistades se viven de manera diferente a las que nosotros estamos acostumbrados. Que cuando los extranjeros no son turistas, sino inmigrantes, no son tratados de la manera que a nosotros tanto nos sorprende. Que Japón tiene también en su haber una historia de conquistas y búsquedas imperiales, de despotismos y feudalismos. Y que allí donde nosotros tenemos gauchos que deambulan por la pampa, entreverándose en duelos casuales con oponentes inesperados, y donde los yanquis tienen cowboys cancheros, acá tienen samurais, o sea, guerreros leales a un Yogun que hacen de su vida un elogio de la guerra y la lucha bajo un código ético.

Todo esto no es en absoluto un intento de teorizar la cultura japonesa, sino apenas una reflexión espontánea, a partir de conversaciones compartidas con otros que viven al mismo tiempo formas similares del asombro, ante esta increíble y sorprendente cultura.

Viajar es irse de un lugar a otro, pero sobre todo es irse de uno mismo y transitar racionalidades, emociones, formas de vivir, diferentes. Ponerlo en palabras es necesario, para que toda esa peregrinación hacia afuera de uno mismo, se convierta en experiencia.


martes, 31 de julio de 2018

Los templos y el Domo de la bomba atómica

Ya sea que se trate de lugares sagrados budistas o shintoistas - los dos credos principales que se profesan en Japón, más allá de que como en todo espacio cosmopolita existen diversidad de creencias - los templos son, sin ninguna duda, la principal atracción para los que visitan este país. Los itinerarios turísticos se organizan alrededor de los templos. Templos dedicados a distintas divinidades, protectoras del mar, de ciertas ramas de la actividad económica, de los niños, etc. Templos con rasgos arquitectónicos distinguidos como el torii flotante de la isla de Miyajima, los templos rodeados de bosque y selva en Kamakura, los templos con representaciones gigantescas de Buda, como es el caso de Nikko o Nara, la ciudad de los ciervos. Allí, los paseos por senderos parquizados entre templo y templo, se amenizan dándole de comer a unos ciervos muy confianzudos que, si no hay bizcochos, se comen los mapas o los lentes de sol de los turistas. En una oportunidad pudimos ver a una cantidad de turistas norteamericanos fotografiando con mucha alegría a un ciervo, que se comía a pedazos un cochecito de bebé que había sido dejado a un lado, mientras sus dueños paseaban.

Los templos, además, muestran a deidades muy diferentes de las que conocemos en la tradición católica. Mientras que los santos de las iglesias suelen tener una mirada angelical, y estar rodeados de una estética etérea, en las imágenes de los templos japoneses predominan los personajes de piel roja que reciben (muchas veces con rostros enfurecidos) al visitante. Hay animales (zorros, ciervos, cuervos, leones, dragones) considerados mensajeros de los dioses y una simbología bastante diversa que no se concentra en una sola imagen, como lo es la cruz en el catolicismo. Un símbolo equivalente, que causa inquietud a los turistas, es la cruz esvástica en espejo. Aunque enseguida se aclara que nada tiene que ver con el nazismo, ya que se trata de un símbolo mucho más antiguo.

 

Los templos evocan también una profunda sensación de paz,  y no es raro que próximos a un templo se encuentren uno o más cementerios. Nosotros vimos uno muy lindo en el "templo del bosque de bambú", en Takedera / Hokokuji. Cuando íbamos en esa dirección en el bus local, una señora que se puso a conversar con nosotros, nos contó que iba al mismo templo, donde descansaba su marido fallecido hacía 3 años.

La paz es lo contrario de la guerra, claro, y de la muerte; pero también se asocia la paz al descanso eterno de los fallecidos. Por eso es curioso que en Hiroshima, aunque también hay templos, se haya constituido lo que llaman la capital mundial de la paz, a partir del terrible acontecimiento sucedido el 6 de agosto de 1945.

Apenas llegamos a la ciudad nos dirigimos al centro donde se encuentra el Domo de la bomba atómica, una ruina razonablemente reconocible en las proximidades de lo que fue el hipocentro de la detonación nuclear.


Ya en el museo, se nos mostraron muchas fotos y se nos contaron unas cuantas historias de las que nos gustaría rescatar aquí tres. Así como las recordamos, como para que quien quiera, les siga la pista y acomode las imprecisiones de nuestro relato.

Primero, la historia del maestro
Matsushima Keijiro. Para comprender la Segunda Guerra Mundial vienen bien los datos estadísticos y los mapas con alfileres de colores, pero las cosas se entienden desde otro lugar si se lee la historia de Ana Frank. De modo análogo, la historia de este maestro japonés es muy ilustrativa para comprender cómo se vivió y se construye una memoria desde adentro. La historia de Matsushima nos la contó una mujer que fue su alumna en la escuela primaria, quien la escucho de primera mano de su maestro. La bomba explotó cuando Matsushima tenía unos 15 o 16 años. Casualmente había salido del pueblo y había dejado a sus hermanos y sus padres en el centro. Las horas que él caminó rumbo a su casa, para ir encontrando la ciudad completamente devastada, los sobrevivientes arrastrándose por doquier, los restos casi irreconocibles de las centenares de miles de víctimas, todo esto marcó su vida de tal manera que decidió hacerse maestro y aprender inglés para poder recorrer el mundo dando su testimonio. Lo hizo hasta hace pocos años cuando, como muchísimas otras personas que vivieron en Hiroshima después de la bomba, murió de un cáncer consecuencia de las radiaciones a las que estuvo expuesto.

La segunda historia que queremos reproducir es la del fotógrafo y periodista Yoshito Matsushige. Era periodista vocacional y había conseguido un puesto en uno de los diarios importantes de Hiroshima. Al momento de la detonación, se encontraba a unos pocos centenares de metros más allá del radio de mayor destrucción de la bomba, por lo que milagrosamente salvó su vida, y no tuvo mayores heridas. Como periodista que era, y a diferencia de la mayor parte de la gente que no entendía nada de nada, pues nunca antes semejante cosa había sucedido, Yoshito Matsushige supo que, a pesar del miedo y del riesgo que suponía acercarse al epicentro de la explosión, en ese momento lo que debía hacer era salir con la cámara de fotos a la calle y registrar esa situación. Llevó dos rollos de película de 24 exposiciones cada uno. Pero fue tal la impresión que le causó lo que veían sus ojos que solo pudo disparar la cámara siete veces, con manos temblorosas. Luego la ocupación norteamericana confiscó buena parte del material de imágenes que documentaba la masacre, y pasaron años hasta que solo cinco de esos siete negativos pudieron revelarse y difundirse públicamente. Éstas son las cinco fotos.

La tercera historia que queremos rescatar es nuestra propia historia, recorriendo la historia que cuentan en el Hiroshima sobre la bomba. Ya desde que habíamos llegado a Japón, y conociendo algo de la terrible historia que tienen los japoneses respecto de los militares norteamericanos, nos venía sorprendiendo lo profundamente arraigada que está la cultura Yankee en la vida cotidiana de las grandes ciudades japonesas. Admiran a los personajes de sus películas, utilizan muchísimas palabras en inglés en su vocabulario, cuando inventan heroes muchas veces los hacen parecer norteamericanos u occidentales... ¿no los odian, aunque sea un poco?, nos preguntábamos. Y la sorpresa alcanzó su máximo esplendor cuando, a pesar de haber podido rescatar pequeñas historias, como las de este maestro y este fotógrafo, vimos que uno de los grandes héroes en la linea de tiempo trazada en el Museo de la paz en Hiroshima es el presidente Barack Obama.

Evidentemente, el modo en el cual cada cultura procesa sus victorias y sus derrotas, sus orgullos y sus vergüenzas, sus alegrías y sus tristezas, es diferente. Antes de viajar supimos que los desaparecidos de la dictadura argentina que tenían origen japonés fueron unos de los pocos que jamás tuvieron la iniciativa de reclamar por sus familiares. Más que la sensación de reivindicación y lucha, propia de los familiares más activos, a ellos se les superponía una especie de vergüenza. ¿Será esa tradición antigua del seppuku / harakiri una forma extrema de esa sensación de honor perdido y vergüenza ante las derrotas?

La visita a Hiroshima nos dejó una sensación de profunda consternación, por el peso de una historia que tuvimos la suerte de no vivir, pero cuyas huellas encontramos en la arquitectura, el arte y la gente de esta pequeña gran ciudad.


viernes, 27 de julio de 2018

Viajar es experimentar

Hola.

Quiero compartir una especie de decálogo de reflexiones acerca de la experiencia que me han venido a la mente mientras leía la clase armada por Iván Castiblanco para Pedagogías de las Diferencias. Mientras eso sucedía, yo compartía aquí en Kyoto una hermosa jornada con otro profe de ese diploma, Nacho Calderón, y su familia.
En fin, es lindo cuando a uno se le hace difícil separar trabajo de placer, porque hace lo que le gusta.
Aquí van entonces estas notas sobre la experiencia:

1. Dar lugar a la experiencia es permitirse caminar sin rumbo.

2. No necesariamente la experiencia es lo contrario del método o de la planificación, pero definitivamente establece nuevas relaciones con esos conceptos.

3. Hay una parte de la experiencia - y de las sensaciones propias de haber atravesado una experiencia - que no terminan de suceder hasta que se ponen en palabras, y se comparten con otros.

4. Quizás por eso tenga tanto éxito el término "experiencia" (junto con el término "compartir", que para muchos es sinónimo de publicar en una red social) en el mundo mediatizado por el consumo, el shopping y la tecnología, donde esas palabras aparecen resignificadas como funciones o comandos dentro de mecanismos muy diferentes de los de las experiencias de las que hablo aquí.

5. Podría decirse, por otro lado, que no hay posibilidad de experimentar sin sentirse afectado por las cosas que nos suceden. Experiencia y afectación, entonces, van juntas, de una manera muy estrecha.

6. Existe una sensación generalizada de que existe una urgencia, que no pasa por los lugares importantes a los que uno quisiera acercarse. Tal vez, entonces, experiencia también tenga que ver con correrse del lugar de la urgencia, para que las cosas que nos pasan tengan lugar en otro nivel.

7. La experiencia supone que las palabras tengan sentido cuando se las pronuncia. Que no meramente se las diga o se las haga sonar en el aire, sino que haya un ejercicio auténtico y profundo de pronunciación.

8. El lugar de la experiencia es un lugar de alguna manera vulnerable, ya que para experimentar hace falta bajar la guardia y esto implica no sólo un gesto emotivo, sino también una presunción de ignorancia, una apertura hacia la humildad de quien está dispuesto a aprender lo que no sabe y a entender lo que no entiende... En definitiva, a vivir lo que no ha vivido aún.

9. Experimentar tiene más que ver con el cómo que con el qué, y con el durante, más que con los resultados.

10. La experiencia es un acto de presencia, bastante corporal. Y, por eso, la creería más o menos escurridiza respecto de las excesivas virtualidades.



martes, 24 de julio de 2018

La ceremonia del té en Japón

No tiene nada que ver con el five o'clock tea de los ingleses. Si bien en ambos casos se toma té, y se construyen modos de actuar que invitan al apego a ciertas formas, la ceremonia del té en Japón no tiene nada que ver con la etiqueta. Es, más bien, un rito de profundos simbolismos. Valga como ejemplo de sus raíces profundas y de sus resonancias sociales y políticas, la historia de Sen no Rikyū (se pueden buscar biografías fácilmente en Internet). Este personaje vivió hace 500 años, influyó en la configuración de varias de las escuelas de la ceremonia del té, y finalizó su vida como un mártir, por la misma causa. Es decir: claramente no se trata de un juego banal, ni de una costumbre para reforzar los modales. Es, como suelen serlo todos los rituales importantes, un espacio de construcción de sentidos colectivos sobre la vida en común.

A nosotros nos tocó realizarlo en una casita en una calle medio perdida en un barrio alejado de Kyoto. Conseguimos la invitación a través de una red social donde se ofrecen este tipo de cosas. Como no resulta oportuno llevar a una bebé pequeña a semejante momento místico, nos fuimos turnando y a mí me tocó ir por mi cuenta, y compartir la experiencia con otros 5 extranjeros de distintos países, a los que no conocía. Una de ellas, una chica Noruega que medía no menos de 3 metros y medio (si, exagero) no lograba ocultar su impaciencia mientras observaba, moviendo nerviosamente los pies, cómo nuestra anfitriona japonesa se tomaba sus largos 20 minutos para acomodar los utensilios sobre el tatami y disponer todo antes de comenzar a mezclar el polvo verde (matcha) con el agua caliente.

Y es que la ceremonia del té se trata, entre otras cosas, de una experiencia respecto de cómo transitar el tiempo. No sólo por esa habitual observación de que vivimos una posmodernidad ágil, con tiempos tecnológicos que dejan de lado la capacidad de las personas de observar, pues esta ceremonia existe obviamente desde antes de las barras de progreso de los dispositivos electrónicos. Sino por otra razón, más trascendente: hace falta un tiempo separado del tiempo común de la vida cotidiana, para pensar como miramos el mundo y como vivimos nuestra vida. Las religiones crean esos espacios y tiempos en sus liturgias. La ceremonia del té también lo hace, aunque sin las parafernalias religiosas.

Cada momento de la ceremonia responde a la intención de representar ciertos valores. El reborde sobre el que se acomodan los utensilios tiene una forma que evoca el monte Fuji. La anfitriona coloca el recipiente donde se guarda el agua que contendrá el preparado a ser bebido, caminando de frente a los invitados. En cambio, retira los recipientes con el agua sobrante dándoles la espalda, para no ofenderlos con ese producto impuro. La posición de cada cucharón, cada pañuelo, cada vasija, representa algo. La decoración, cómo en esos poemas brevísimos llamados haikus, siempre hace alguna referencia a la naturaleza y a la estación del año, y contiene algún pensamiento profundo.

Buena parte del tiempo está dedicada a la exposición y contemplación de los distintos jarros, cucharas y elementos que se utilizan. El tránsito compartido por todos esos momentos extraídos del tiempo habitual, generan entre los participantes una sensación de comunión.

Es tentadora la analogía con el mate, nuestra propia infusión tradicional verde. Sin embargo, aunque forzando la imaginación existan algunos elementos en común, la ligereza y la espontaneidad que acompañan a la ronda de mate, tienen poco que ver con esta ritualidad espiritual y casi liturgica de la ceremonia del té.

Pero la analogía que, desde mi punto de vista, sí resulta más o menos inevitable, es la que puede establecerse entre el tiempo de la ceremonia del té y el tiempo del aula. Porque también en el aula nos extraemos de la vida corriente y dedicamos ceremonias y rituales a una reflexión mediada sobre nuestro lugar en el mundo. También en el aula ponemos la mesa. Y también, si creemos que el aula es ese lugar mágico donde las personas construyen deseos y destinos,  podemos darnos tiempo para pensar en quiénes somos y cómo querenos vivir. Aunque no pensar como tematizar, como pronunciar máximas a seguir, sino -  como en la ceremonia del té - pensar saboreando un buen ejemplo que sintetice poéticamente ciertos modos de mirar y de mirarse.




lunes, 23 de julio de 2018

Ta to' en chino!!!!

Hay una forma particular de soledad que es difícil experimentar en la vida cotidiana, pero que es muy recurrente cuando se vive bajo la condición de extranjero: la soledad linguística. No solo porque las personas hablan en una lengua que para nosotros es más o menos incomprensible, sino porque además: los sonidos de los altoparlantes en el metro, la señalización en la vía pública, los periódicos, los envases de los alimentos en el supermercado, los libros, los graffitis callejeros, todo está escrito con una mezcla de hiragana, katakana y kanji que resulta casi siempre indescifrable. Muchas veces puede deducirse por el aspecto y el contexto la función que tiene cada inscripción, y la gestualidad expresiva de la gente nos ayuda a comprender casi todo. Pero no deja de ser un poco frustrante experimentar en forma sostenida a lo largo de los días o las semanas está soledad lingüística.

Hace unos días, después de escuchar el interminable sonido del extractor del baño sin pausa durante varias horas, me vi frente a un panel lleno de botones indescifrables y me salió del fondo del alma un grito: ¡aaaah, ta to' en chiiinooo!

Y quedó. En los viajes compartidos en grupo - en este caso, grupo familiar - se arman siempre estos códigos en clave de humor... y ahora, cada vez que nos encontramos frente a una situación en la que nuestra incapacidad de leer el japonés nos complica un poco la vida, recurrimos a esa frase.


Por otro lado, ante esto, no pude menos que recordar un hermoso texto de Fabio Morábito llamado "El idioma solitario", que dejo acá:

"El idioma materno de mi mujer es un idioma que yo no hablo; ella, en cambio, habla mi lengua materna. Nos comunicamos a través de un tercer idioma, que es el idioma del país en el que vivimos. El que yo no hable ni entienda la lengua materna de mi mujer, al revés de ella, que habla la mía sin dificultad, me otorga una gran ventaja. Al estar expuesto en mi casa a un idioma extraño, que no entiendo ni quiero entender, la calidad de misterio de mi vida es superior a la suya. Cuando la oigo hablar en su idioma, bien sea con su hermana por teléfono o con algún compatriota que la visita, me doy cuenta de cuán poco la conozco, pues los sonidos de su lengua no tienen correspondencia exacta con los de ningún otro idioma que he oído. En especial, la aspereza de ciertas consonantes aspiradas me perturban todavía después de más de treinta años de vida en común. Hay allí, en esos sonidos que parecen comprometer no sólo su garganta sino su estómago, un aspecto de mi mujer que escapa a mi comprensión, una cualidad de su sistema nervioso que me resulta ajena y hasta amenazante. Ella ha de experimentar lo mismo, pues me ha dicho que nunca se siente tan extranjera 56 y tan sola en nuestra casa como cuando habla su idioma, consciente de que ni yo ni mi hijo la entendemos. Así, después de que acaba de hablar por teléfono con su hermana, lo primero que hace, con la boca que todavía rezuma idioma materno, es ir a verme para referirme detalladamente la conversación que tuvieron, temiendo quizá que su idioma haya creado un abismo entre nosotros, como esos terremotos cuya intensidad hace que el eje de la Tierra se desplace unos cuantos centímetros. Nos miramos con expresión interrogante y entonces a menudo me ruega que aprenda su idioma, para no sentirse en nuestra casa como una loca que desvaría. Pero yo le respondo que en esa soledad lingüística suya, y en el misterio que eso supone, se cifra gran parte de su belleza y de mi amor por ella, y se retira resignada, como quien ha cerrado un trato desventajoso pero irrevocable."

domingo, 22 de julio de 2018

Buzones

Son muchos los buzones que se venden respecto de cómo es la gente y cómo es la vida aquí en Japón. Caminando por sus ciudades, voy constatando algunas y refutando otras. Por ejemplo:

- No son ni  tan recatados ni tan estructurados como se cree. Bailan en la calle en bellísima fiestas populares llamadas Matsuris, se hacen tatuajes y cortes de pelo extravagantes  y todas las cosas que los seres humanos hacemos para pasarla bien.

- No tiran papelitos al piso, eso es cierto. Aunque se trate de un estereotipo banal respecto del primer mundo, lo cierto es que todo está limpísimo, y resulta prácticamente imposible encontrar un tacho de basura en ningún lugar público. La gente se guarda su basura en el bolsillo o en la cartera y se la lleva a la casa. Esta tarde la bebita tiro una galletita al piso y la levantamos a toda prisa cuidando que nadie nos viera. No pude evitar imaginarme la misma escena en alguna estación de la línea B, y esbozar una sonrisa.

- no son tradicionalistas de la manera que nos imaginamos en Occidente. Por supuesto que tienen museos en los que conservan su acervo cultural y algunas costumbres en la vida cotidiana que reflejan su cultura milenaria, pero lo que más distingue la vida cotidiana de los japoneses es su espíritu modernísimo, su pasión por la tecnología, su curiosidad voraz por conseguir objetos que a nuestros ojos son un poco extravagantes, pero que ellos usan sin ningún tapujo, como los ventiladores a pila de mano, los paraguas de sombrero, y ese tipo de cosas.

- Es cierto que andan mucho en bicicleta. Y agregaría que andan por las veredas a toda velocidad, estando a cada rato a punto de atropellarlo a uno.

- Los trenes son increíbles y van muy rápido. Todo funciona bien y no entiendo como las cosas no se rompen. Nadie se afana nada, nunca. O sea: dejan la pila de rollos de papel higiénico en el baño público para que los propios usuarios vayan reponiendo, y a nadie se le ocurre llevarse uno a la casa.

- Si uno entra con un bebé en brazos a un transporte público a pocos o a ninguno se les ocurre la idea de ceder el asiento. Pero censuran silenciosamente los gestos de molestia del bebé durante el viaje.

- No son en absoluto fríos ni indiferentes. Quizás una de las cosas que más los define es su enorme capacidad para conmoverse frente a las cosas tiernas, como los perritos, los bebés linditos como la nuestra, o los dibujos naif. Todo lo que sea más o menos cuchi cuchi los enamora y los vuelve locos hasta la euforia. Hasta tienen una palabra universalmente conocida para definir esas emociones: kawaii. Si salimos a caminar con la bebita en brazos todas las cuadras nos detienen dos o tres veces viejitas o chicos jóvenes para decir "ooooh, kawaii desu!".

- Convive en el aire una extraña mezcla de consumismo hipercapitalista y de espiritualidad oriental. Cuando uno visita los templos se encuentra con iconografías e historias increíblemente profundas y trascendentes, y al mismo tiempo kiosquitos en dónde venden la fe, fraccionada en pequeños productos simpáticos de 500 o 1000 yenes.

- Los precios son un poco disparatados. Los whiskies importados que en Argentina son carísimos, aquí cuestan la mitad. Un vasito con 6 tomates cherry cuesta 200 pesos argentinos, y así con el resto de la fruta y la verdura, con ejemplos absurdos del estilo: una sandía a 3000 pesos de los nuestros.

- Son cordialísimos, muy respetuosos de las reglas wn general, y del espacio público en particular.

Y seguimos caminando y conociendo...




viernes, 20 de julio de 2018

Kamakura

El templo Hase-dera (長谷寺) es uno de los tres o cuatro que pueden visitarse en Kamakura, ciudad cercana a Tokyo en la que pasamos un día entero. Este templo tiene la particularidad de que está íntegramente dedicado a los niños. Si un niño está enfermo, o incluso si un embarazo viene complicado, éste es el templo adecuado para ir a dejar ofrendas y rezar.
Está rodeado de una obra de arte botánica que hace que uno se quede realmente con la boca abierta. Eso que pensamos los latinoamericanos respecto del talento de los japoneses para realizar jardines impresionantes, es absolutamente cierto. Y Hase-dera es un ejemplo impecable.

Cuando un niño muere, además, se representa su recuerdo con una estatua llamada "Jizo", y como este templo está dedicado a los niños y a sus almas existen entonces filas interminables de estatuas representando cada una de ellas a un niño cuya alma es protegida por estas deidades.

Otro de los templos de Kamakura tiene la particularidad de tener un Buda gigante, dentro del cual uno puede meterse y apreciar los sofisticados instrumentos de construcción que se emplearon hace casi 800 años para crearlo.

Y si se trata de construir cosas grandes, los japoneses no se quedan nunca quietos. Si no véase este enorme Transformer ubicado en la puerta de un centro comercial de Odaiba.

Y finalmente, hay que decirlo, Kamakura tiene unas playas que casi casi se acercan a las de la Costa de Oro de Canelones, y que con los días super calurosos que hacen aquí, vienen bárbaro.