Los encuentros que tuvimos con amigos argentinos o españoles aquí en Japón, fueron ocasión de lindas charlas, riquísimas cenas y paseos divertidos. Pero también fueron la oportunidad para compartir el asombro por ciertos rasgos culturales de la gente que vive aquí. Compartir la extrañeza de la extranjeridad es una de esas cosas que une a la gente. Pero no por esa tontería de extrañar el terruño sino precisamente por compartir la aventura de estar lejos, y querer sorprenderse.
Los trenes japoneses, en horas punta, van atestadisimos. Pero igual se llega rápido a todos lados, porque los japoneses son puntuales y ordenadisimos para ponerse en fila y ocupar la mitad de la escalera mecánica. A nadie (pero a nadie) se le ocurre colarse en la fila o apretujar al que tiene adelante.
En las ciudades latinoamericanas es muy frecuente que la calle sea un lugar de expresión popular y las paredes sean la voz del pueblo. Aquí en Japón, en cambio, nadie (pero nadie) escribe sus pasiones en una pared furitivamente. ¿Naoko, por qué me dejaste? ¿Kamatamare-Sanuki, campeón? No. Nada.
La gente entra a un negocio, o al trabajo, y deja su bicicleta en la calle sin ponerle cadena ni candado. Colgaditos del caño de la bici, se ven incluso los paraguas. Y a nadie (nadie de nadie) se le ocurre llevarse ni la bici ni el paraguas, sin permiso. En un gigantesco parque de diversiones de Osaka, a Clara se le cayó el celular de una especie de montaña rusa, y cuando ya lo daba por perdido los empleados del parque lo encontraron y se lo devolvieron. A nadie (nadiecito) que se encuentre algo tirado, se le ocurre llevárselo.
Las teorías respecto de este exceso de civilización y una casi absoluta ausencia (aparentemente) de barbarie, son diversas.
Está el asombro imbécil ante la "raza superior" que habita en el llamado primer mundo, cuyo don de gentes e innata generosidad y solidaridad social, explican el progreso de la nación. No hace falta mucho argumento para refutar esta idea, creo que ni vale la pena perder el tiempo haciéndolo. A nosotros se nos ha dado por preguntarnos qué cosas se esconden detrás de esa aparente actitud perfeccionista, y esa necesidad de obediencia a ultranza de todas y cada una de las reglas de funcionamiento de la vida cotidiana. ¿Dónde ponen sus pasiones? ¿Dónde sus hartazgos, sus rebeliones, sus resistencias?
Algunos japoneses con los que pudimos conversar un poco más en confianza, señalan que la distancia entre el espacio público y el privado es significativa. Que las relaciones y las amistades se viven de manera diferente a las que nosotros estamos acostumbrados. Que cuando los extranjeros no son turistas, sino inmigrantes, no son tratados de la manera que a nosotros tanto nos sorprende. Que Japón tiene también en su haber una historia de conquistas y búsquedas imperiales, de despotismos y feudalismos. Y que allí donde nosotros tenemos gauchos que deambulan por la pampa, entreverándose en duelos casuales con oponentes inesperados, y donde los yanquis tienen cowboys cancheros, acá tienen samurais, o sea, guerreros leales a un Yogun que hacen de su vida un elogio de la guerra y la lucha bajo un código ético.
Todo esto no es en absoluto un intento de teorizar la cultura japonesa, sino apenas una reflexión espontánea, a partir de conversaciones compartidas con otros que viven al mismo tiempo formas similares del asombro, ante esta increíble y sorprendente cultura.
Viajar es irse de un lugar a otro, pero sobre todo es irse de uno mismo y transitar racionalidades, emociones, formas de vivir, diferentes. Ponerlo en palabras es necesario, para que toda esa peregrinación hacia afuera de uno mismo, se convierta en experiencia.
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